Autor: Román Alberca Serrano, neurólogo. Ex-Jefe del Servicio de Neurología del Hospital Universitario Virgen del Rocío de Sevilla, España. Contacto: ralbercas@meditex.es.
Nada menos que en torno a mitad de las personas que envejecen creen perder memoria, pero el déficit no se confirma en la exploración: se trata de la «queja subjetiva de pérdida de memoria» (QSPM). Los pacientes dicen no recordar donde dejaron una cosa y los recados que les dieron u olvidan el nombre de un objeto o el de una persona, aunque el recuerdo les suele venir a la memoria al poco rato. La normalidad «objetiva» de la memoria se sospecha durante la historia clínica, porque el relato de los enfermos es muy detallado y preciso y porque no tienen dificultades para llevar adelante su vida personal, social y laboral. No obstante, se debe hacer una exploración cognitiva básica (p. ej. el Mini-Mental State Examination —MMSE—) para descartar una demencia. Si se desea explorar formalmente la memoria se puede utilizar el Test de Alteración de la Memoria (T@M), que tiene puntos de corte para la QSPM, el Deterioro Cognitivo Leve Amnésico (DCL-A) y la demencia (1) y respecto a la capacidad funcional se puede emplear la escala Bayer Activities of Daily Living (B-ADL) (2), que pone de manifiesto alteraciones funcionales muy leves. La «Escala de depresión geriátrica» de 15 o de 30 ítems ayuda a detectar una depresión, con la que la QSPM mantiene una relación compleja. Aunque todo el problema tiene un aspecto banal, conviene descartar las enfermedades expuestas en la tabla I, por lo que parece aconsejable hacer un análisis de sangre que incluya velocidad de sedimentación globular (VSG), vitamina B12 y tirotropina (TSH), mientras que las pruebas de imagen están fuera de lugar.
La QSPM puede desaparecer o mantenerse, especialmente en pacientes neuróticos y, en algunas personas mayores, se transforma, primero, en un deterioro cognitivo leve (DCL) y, luego, en una enfermedad de Alzheimer. Esta evolución es más probable cuando los marcadores diagnósticos de la enfermedad de Alzheimer (atrofia mesial temporal, hipoperfusión o hipometabolismo temporoparietal en la tomografía computarizada de emisión de fotón simple [SPECT] y tomografía por emisión de positrones [PET], aumento de tau/fosfotau y disminución del péptido β42 en el líquido cefalorraquídeo [LCR], depósito de amiloide en la tomografía por emisión de positrones con Compuesto B de Pittsburgh [PET-PIB]) son positivos. En estos enfermos la QSPM se debería considerar un «Deterioro cognitivo preleve», de forma que la enfermedad de Alzheimer cursaría en tres fases sucesivas de muy larga duración (3): la QSPM, que se puede prolongar por quince años o más, el deterioro cognitivo leve amnésico, que también se prolonga por muchos años y, finalmente, la demencia.
Gracias a estas nociones se está en el camino de identificar la enfermedad de Alzheimer para poder tratarla mucho antes de que aparezcan alteraciones cognitivas objetivas. Otra cuestión diferente es lo que se debe hacer hoy en la práctica diaria. De momento, no parece razonable comunicar al paciente la posibilidad de que su queja acabe siendo una enfermedad de Alzheimer, entre otras razones porque no se ha determinado cuantas veces sucede así, ni cuando ocurre, ni se han validado los criterios diagnósticos, ni se ha determinado que test utilizar. De hecho, ni siquiera se ha establecido si se deben hacer revisiones o su periodicidad, de manera que existe un amplio margen discrecional. Por supuesto, tampoco existe un tratamiento curativo o sintomático, aunque se aconseja llevar una alimentación adecuada y una vida apropiada desde el punto de vista físico, cognitivo y social, según la edad del paciente.
Otros pacientes piensan —o lo hacen sus familiares— que pierden memoria y la exploración lo confirma. Se trata del «Deterioro cognitivo leve» o DCL, una entidad clínica intermedia entre la vejez normal (el DCL cumple algunos criterios de demencia) y la demencia (los cumple todos). El objetivo de la creación de esta entidad fue que «el clínico pudiera cumplir con la obligación de detectar los pacientes que finalmente desarrollarán una enfermedad de Alzheimer, cuando aún se encuentran en un estadio predemencial
» (4) y poder tratar la enfermedad antes de aparecer las alteraciones funcionales que la definen clínicamente. Al principio, el DCL se elaboró como un trastorno amnésico (tabla II), pero luego, las mismas nociones se aplicaron a campos cognitivos distintos de la memoria. Aunque hoy se aceptan varios tipos de DCL, aquí se discute esencialmente el DCL amnésico (DCL-A), sea unifunción (se altera solo la memoria) o multifunción (se altera/n además otra/s área/s cognitivas), porque es el mejor conocido y el que se asiste en una consulta general con más frecuencia.
Se trata de una cuestión importante desde el punto de vista asistencial, porque la prevalencia del DCL en mayores de 70 años está entre el 14% y el 18% (la del DCL-A duplica la del DCL no amnésico) (5). El DCL-A afecta a personas de ambos sexos y predomina entre los 60 a 80 años de edad. La queja fundamental es una pérdida de memoria, con mayores repercusiones que en la QSPM; en el DCL-A multifunción se refieren además otros síntomas (déficit de la atención, de la función ejecutiva, de la praxia, del lenguaje o de la función visoespacial) y en muchos de ellos se añaden leves manifestaciones psicoconductuales, en especial disforia e irritabilidad (6).
En estos pacientes es obligado hacer una exploración general y neurológica para descartar otras enfermedades que puedan causar o contribuir a la pérdida de memoria. Por supuesto, lo fundamental es la exploración cognitiva, cuyo objetivo es doble: confirmar la pérdida de memoria (o de otras áreas cognitivas si es un DCL multifunción) y eliminar una demencia. En la consulta del neurólogo general se dispone de poco tiempo y escasos medios. Una puntuación normal en el MMSE (que hace improbable la demencia) y la incapacidad para recordar las tres palabras puede ser sugestivo de un DCL-A, pero como el MMSE no tiene puntos de corte que diferencien normalidad, DCL-A y demencia, es aconsejable añadir (o sustituir por) otro test que los tenga y que explore la memoria, como el T@M. (1). Para descartar una demencia es fundamental que no exista una repercusión funcional significativa, de manera que el enfermo debe poder llevar a cabo al menos tres de estas seis actividades complejas: utilizar el teléfono, cocinar, hacer la plaza, manejar las finanzas, medicarse y saber que el cambio de billetes y monedas es correcto (7).
El paciente se deriva a una consulta especializada cuando se tiene que hacer un diagnóstico y pronóstico precisos (por ejemplo, si el paciente ha de testar, participar en un ensayo clínico, etc.) o si la exploración está dificultada por otras razones (enfermo deprimido, con déficit sensorial, etc.). En este medio, se dispone de personal cualificado capacitado para realizar un amplio examen neuropsicológico, que puede seguir las pautas sugerida por Rami (8) para explorar la memoria verbal/visual, lenguaje, praxias, función visoespacial, capacidad ejecutiva, un test cognitivo general y una escala para la capacidad funciona, como la escala B-ADL (2) ya mencionada.
El DCL-A se debe diferenciar de la «mala memoria» que algunas personas tienen de siempre, de alteraciones que los enfermos llaman pérdida de memoria y no lo son (por ejemplo, el olvido de palabras), de la demencia, de los efectos de ciertos medicamentos (en especial anticolinérgicos, benzodiacepinas y ciertos antidepresivos) y de otras enfermedades médicas o psiquiátricas. Para descartarlas se aconseja realizar un análisis de sangre, que incluya VSG, bioquímica hepática y determinación de vitamina B12 y TSH; en ocasiones, puede ser conveniente hacer una tomografía axial computarizada (TAC) de cráneo, pero otro tipo de estudios más complejos (resonancia magnética [RM], SPECT, PET, análisis de LCR, etc.), se reservan para casos concretos.
El DCL-A se convierte en demencia -generalmente debida a una enfermedad de Alzheimer- con una tasa en torno al 12% anual, es decir, unas 10 veces la de los controles, de manera que, a los cinco años, en torno a la mitad de esos pacientes estarán dementes. Aparentemente, la predicción de que aparezca una demencia en ese tiempo tiene una probabilidad del 50% -como tirar una moneda al aire-, pero la probabilidad aumenta considerablemente si son positivos los marcadores diagnósticos de la enfermedad de Alzheimer (atrofia mesial temporal, hipoperfusión o hipometabolismo parietotemporal, aumento de proteína tau/fosfotau y disminución del péptido β42 en el LCR y demostración del depósito de amiloide con la PIB-PET).
¿Qué hacer ante el enfermo con DCL-A en nuestra práctica cotidiana? Petersen (9) recomienda informar al paciente no solo del diagnóstico de DCL-A, sino también exponerle la probabilidad «exacta» de que se convierta en una demencia, según el grado de positividad de los marcadores diagnósticos de la enfermedad de Alzheimer. Al contrario, otros autores (10), opinan que la evidencia disponible no permite el diagnóstico y el pronóstico del DCL-A sobre una base estrictamente individual, porque no se ha determinado con exactitud el tipo de test o el punto de corte que se deben utilizar, ni los marcadores paraclínicos a emplear, ni su valor discriminativo, ni el algoritmo diagnóstico que se debe seguir, ni cuanta seguridad añaden estas actuaciones en la práctica diaria.
Esta segunda opinión parece razonable para la práctica diaria en nuestro país por las razones arriba dichas y porque la evolución del DCL-A es muy dispar. Aunque, sin duda, el DCL-A se convierte en una enfermedad de Alzheimer (o en otro tipo de demencia más rara vez) en no pocas ocasiones, también puede empeorar sin llegar a la demencia, puede persistir inmodificado o puede desaparecer. Por ejemplo, en un estudio (10) en pacientes con edad media en torno a 75 años, el DCL-A remitió en el 37% de los pacientes, mientras que en el mismo periodo de tiempo la conversión en demencia se produjo en el 18%. Esta evolución tan variopinta sugiere una naturaleza igualmente dispar del DCL-A, comprobada en los estudios patológicos (7, 11).
Por tanto, si se tuviera que exponer el pronóstico al enfermo concreto, deberíamos estar en condiciones de poder hacer una predicción de cualquiera de las cuatro posibilidades evolutivas que existen y no solo de la demencia. Por supuesto, hoy no es posible hacerlo, de manera que solo parece aconsejable comunicar al paciente que padece un DCL-A, porque aceptará mejor revisarse que si se le dijera que todo se debe a una vejez normal, pero, desde luego, parece inadecuado trasladarle la incertidumbre actual respecto a la evolución de su proceso. Al diagnóstico se puede añadir el consejo de efectuar la corrección de los factores de riesgo, retirar las medicaciones con efecto nocivo sobre cognición y memoria y llevar una alimentación y un régimen de vida adecuados desde el punto de vista higiénico para la edad del paciente, porque, de momento, no existe ningún tratamiento farmacológico capaz de mejorar la memoria o de detener —y menos aún de curar— el DCL-A.
La entidad DCL-A permitió crear un grupo de pacientes con riesgo de padecer una enfermedad de Alzheimer muy superior al normal, grupo idóneo para ensayar nuevos tratamientos para esta enfermedad. Por desgracia, como se ha visto, los criterios diagnósticos del DCL-A permiten incluir pacientes muy heterogéneos, con procesos de diferente naturaleza; quizás sea esta una de las razones que podrían explicar la negatividad de algunos de los ensayos clínicos hasta ahora realizados. Aún más, si se han de ensayar nuevos productos dirigidos a combatir los factores patogénicos de la enfermedad de Alzheimer, cuyos efectos adversos pudieran ser importantes (piénsese en algo similar a la vacuna), sería fundamental que los criterios diagnósticos redujeran al máximo la posibilidad de incluir pacientes cuyo proceso no fuera una enfermedad de Alzheimer.
En realidad, en el paciente que sufrió la conversión, el DCL-A no se debería considerar un factor de riesgo de la enfermedad de Alzheimer, sino el estadio prodrómico de la enfermedad. Por tanto, lo más razonable es elaborar criterios para diagnosticar directamente la enfermedad de Alzheimer prodrómica (enfermedad de Alzheimer probable) y evitar interponer una entidad clínica tan heterogénea y problemática como el DCL-A. En este sentido, como la pérdida de memoria puede ser tan severa en el DCL-A como en la enfermedad de Alzheimer leve, la transición desde el DCL a la enfermedad de Alzheimer suele estar marcada por la aparición de una alteración funcional —en este caso no significativa— y por el déficit progresivo en otros dominios cognitivos distintos de la memoria (12), por supuesto insuficiente para hablar de demencia. En efecto, cuando a la pérdida de memoria del DCL-A se añade, bien otra alteración cognitiva, bien una leve pérdida de capacidad funcional, el DCL-A se convierte en demencia en la gran mayoría de los pacientes en un corto periodo de tiempo (13), lo que indica que esos criterios seleccionan la enfermedad de Alzheimer probable. Sin embargo, esta vía diagnóstica tiene algunos inconvenientes. En primer lugar, los test cognitivos no son, por si solos, el factor predictivo óptimo de la conversión —y, por tanto, de la enfermedad de Alzheimer probable— por los motivos analizados por Lippa y Chatelat (14). En segundo lugar, cuanto mayor sea la afectación clínica —que es lo que permite el diagnóstico de enfermedad de Alzheimer probable—, más avanzada estará la enfermedad y más rápida su evolución, según una regla ya clásica.
Otra posibilidad es utilizar los marcadores diagnósticos paraclínicos de la enfermedad de Alzheimer. Así se hace en los nuevos criterios diagnósticos de la enfermedad de Alzheimer (tabla III) (15), en los que basta clínicamente con que el enfermo tenga una pérdida de memoria, siempre que sean positivos los marcadores de imagen o biológicos de la enfermedad de Alzheimer, antes recordados. No obstante, estos nuevos criterios, que permiten diagnosticar también la enfermedad de Alzheimer probable aún no están validados. Por otra parte, el significado de los marcadores no es similar para todos ellos (16): unos se relacionan con la patogenia del proceso (p. ej. el aumento de tau/fosfotau y la disminución del péptido β-42 en el LCR) y otros indican mejor el grado de afectación y la rapidez evolutiva de la enfermedad (p. ej. los marcadores de imagen estructural). Por tanto, es necesario todavía precisar el algoritmo diagnóstico a seguir. Finalmente, los nuevos criterios exigen la pérdida objetiva de memoria de evocación y no se pueden aplicar a pacientes en los que la alteración de otra área cognitiva precede, por cierto tiempo, a la pérdida de memoria, lo que no es tan infrecuente en la forma presenil de la enfermedad de Alzheimer.
La conclusión es que, gracias a todas estas nuevas ideas y estudios, estamos muy cerca de poder diagnosticar la enfermedad de Alzheimer no ya cuando aún no tuvo consecuencias funcionales, sino incluso cuando todavía no produjo un déficit cognitivo objetivo. Pero todavía queda un arduo trabajo «de campo» por hacer, al que todos estamos llamados a contribuir en la medida de nuestras posibilidades, porque si los estudios realizados en los centros altamente especializados son muy importantes, siempre será necesario aplicar sus consecuencias a los enfermos que acuden a nuestra consulta cotidianamente.
Bibliografía
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